Algunas bolsas negras encintadas en forma de cadáveres recordando a aquellos que no pudieron vacunarse a tiempo. Un cartel sobre ellas con un mensaje claro: “Estaba esperando la vacuna, pero se la aplicó…” y completando en cada caso los puntos suspensivos, los nombres de aquellos que a través del tráfico de influencias, lograron turnos de privilegio en el marco del ya tristemente célebre “vacunagate”.

La intervención no ameritaba ni un estudio hermenéutico ni semiótico. A decir verdad, fue tan contundente que dejaba poco lugar a la imaginación, aunque justamente por esa contundencia es que invitaba a que el Gobierno reaccionase como lo hizo.

La sorpresa no estuvo entonces en la respuesta del actual presidente y su esperable ejercicio de la subversión interpretativa a la que nos tiene acostumbrados desde aquellos tiempos en que la inseguridad era solo una sensación, la cantidad de pobres argentinos menos que la de Alemania y él oficiaba de Jefe de Gabinete. Por tanto, que Alberto Fernández haya intentado desviar la atención denunciando arbitrariamente una especie de amenaza explícita para algunos personajes públicos, era tan esperado como nuestra inflación de cada día.

Lo realmente sorprendente, o a esta altura no tanto, fue la reacción de los supuestos opositores. Desde Martín Lousteau a Margarita Stolbizer, pasando incluso por la punta de lanza del team halcón, Patricia Bullrich, entre otros tantos, manifestaron su rechazo a lo que más de uno tildó, en total consonancia con la intencionada interpretación presidencial, una especie de amenaza para la democracia. Algo similar a lo ocurrido con la simple protesta policial de septiembre del año pasado.

El desgarro de vestiduras al unísono parece haberse convertido en el deporte elegido de un establishment político cada día más alejado del ciudadano. Y llama la atención que incluso La Piba, como se la conoce en el círculo rojo politiquero de nuestra patria, se haya sumado a decir que “lo de las bolsas me pareció mucho, pero…”, como si de fondo, a pesar de su contraofensiva posterior, hubiese sido víctima por unos instantes de ese instinto de pertenencia que la clase política parece respetar incluso más que a las instituciones o a la lealtad para con sus votantes.

Así las cosas, parece que las bolsas indignan más que los bolsones llenos de dinero cayendo sobre un convento, los muertos apelmazados por los trenes sin freno, o una caja de seguridad con más de cuatro millones de dólares que la hija de la ex presidenta aún no pudo justificar debidamente. Y sirve de ejemplo este último caso de hasta qué punto el establishment se cierra sobre sí mismo, si recordamos que, frente a tal, incluso Elisa Carrió, tan afecta a la república y a las instituciones, le pedía a los jueces “que la dejen afuera [porque Florencia Kirchner], no sabía nada”, como si tal presunción de desconocimiento pudiese ejercer el mismo efecto liberatorio en cualquier otro adulto que no sea parte del establishment político.

Mientras tanto las bolsitas llenas de estupefacientes siguen liquidando a cientos de miles de jóvenes conforme el narcotráfico se vuelve cada día más poderoso en el territorio nacional, ¿o acaso cree el lector que este flagelo que hace dos años atrás se ilustraba con toneladas y toneladas de droga incautada hoy desapareció por efecto de algún tipo de pase de magia? Así también crece la pobreza, se instalan ciudades enteras de buques extranjeros que depredan nuestros mares, el sistema educativo decae a niveles insospechados y la esperanza de una vida con buenas perspectivas desaparece para el gran conjunto de la sociedad. ¿Quién no tiene acaso hoy un amigo o un pariente que plantee seriamente el irse de nuestro país? ¿Quién no tiene alguno que ya lo haya hecho efectivamente?

Sin embargo, nada de todo esto produce la indignación debida en la clase política que gobierna y deja gobernar hace casi cuarenta años. Mientras un 62% de nuestros niños son reconocidos por las estadísticas como pobres, con todas las concomitantes que un dato así anuncia para el futuro próximo, se discute la entrega subvencionada de tampones o la gratuidad del futbol que, por si fuera poco, sabemos que no será tampoco tal.

Por momentos, la política parece olvidar que el sistema institucional no es solo democrático, sino al mismo tiempo federal, republicano y representativo. De más está decir que ese republicanismo teórico jamás se ha asentado en nuestra tierra realmente y, por tanto, como supo explicar muy bien Guillermo O'Donnell en más de un libro o artículo, todas las instituciones de control del poder en Argentina siempre se encuentran un poco atenuadas o bajo asedio. En este sentido, nuevamente, el poder judicial parece estar en la mira de turno.

Del mismo modo, el último componente de la fórmula, el representativo, tampoco parece estar vigente según todo lo antedicho. ¿Quién pudiera pensar que las prioridades de un pueblo con niveles de inseguridad creciente y con una economía arrasada, están representadas por una clase política que solo se mira a sí misma y pareciera estar creída de ejercer el poder en un país nórdico?

Este será un año electoral y la clase política debiera dar cuenta de ello. Los politólogos sabemos que las elecciones tienen un pequeño componente racional y uno sumamente mayor anclado en las emociones. Así como cada año a las doce en punto del 31 de diciembre, muchos creen que su vida se resetea y tienen una nueva chance de empezar de cero, del mismo modo el paso por las urnas descomprime las frustraciones por unos meses y permite esperanzarse con cambios certeros.

Si la oferta electoral no rinde culto a esta verdad sencilla, ofrece primero una esperanza creíble y cumple luego con ella, Argentina puede estar muy cerca de una crisis de representación como aquella sucedida en el año 2001 pero agravada hoy por la certeza acumulada de que, desde entonces, poco o nada cambió y mucho, por cierto, sigue empeorando