OPINIóN
Análisis

Ciencia, política y después

La crisis producida por el Covid-19 ha generado pequeñas grietas en la imagen mental que la ciudadanía no especializada ha sostenido sobre la ciencia, que podrían, aún contra todo pronóstico, situarnos frente a otro período de oscurantismo generalizado.

Pandemia y crisis
Pandemia y crisis | Rottonara / Pixabay

Podría decirse sin que medie un excesivo margen de error, de que uno de los ejes de la evolución del ser humano se encuentra en el denodado esfuerzo individual y colectivo por combatir la incertidumbre. Desde aquel momento en que decidimos asentarnos para formar pequeñas comunidades que ya no subsistirían en base a la sumamente aleatoria caza y recolección, sino a partir de una clase de rudimentaria ganadería y agricultura, hasta hoy, hemos intentado como especie disminuir lo desconocido y garantizarnos una protección creciente contra lo imponderable, siglo tras siglo.

De más está decir que la lucha, como reza el tango, ha sido cruel y mucha. Los períodos de oscuridad intelectual han resultado más bien la regla, que la excepción, y aun cuando por momentos hemos conquistado niveles técnicos y científicos fabulosos, como en la Babilonia antigua o la Roma algo más reciente, también hemos vivido luego recaídas profundas en las que la pérdida de conocimiento adquirido (o incluso su prohibición manifiesta), nos llevaron al patio de las sombras en donde mejor germina el más perverso dogmatismo oscurantista.

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En este sentido, vale decir que el progreso científico e intelectual de la humanidad jamás ha tenido una senda unívoca, recta, ni garantida. Sin embargo, el gran desafío que se presenta, cuando se intenta señalar esta verdad histórica, es que las últimas dos o tres generaciones han vivenciado una evolución tecnológica masiva, que los invita a fortalecer un sesgo contrario; uno que sugiere falazmente, que el conocimiento progresa de forma lineal, del modo que han ido evolucionando los artilugios tecnológicos que han invadido nuestra vida en los últimos veinte o treinta años.

Sin embargo, considero que la crisis producida por el Covid-19 ha generado pequeñas grietas en la imagen mental que la ciudadanía no especializada ha sostenido sobre la ciencia, que podrían, aún contra todo pronóstico, situarnos frente a otro período de oscurantismo generalizado.

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Mencionaba al comienzo la tendencia natural del ser humano a combatir la incertidumbre. En los últimos siglos, en tal sentido, las certezas que alguna vez provinieron de la Fe y de la verdad revelada, fueron sustituidas por el método de acumulación de conocimiento propio del iluminismo: la ciencia. Este proceso que puede ser poéticamente sintetizado a partir de la histórica frase "Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado”, de Friedrich Nietzsche, ha sido en términos históricos, concomitante con el prodigioso desarrollo humano con el que convivimos hoy, fundando en gran medida en el éxito científico. Por tanto, que la población global asocie acríticamente a la ciencia, con la certeza y con la verdad, no es del todo caprichoso, aunque no sea, del mismo modo, del todo correcto.

La ciencia, como supo advertir Karl Popper, no avanza en base a aciertos sino a refutaciones. Desde el advenimiento de esta afirmación, sabemos que ninguna teoría representa una verdad absoluta, sino que, conforme avanza el tiempo, esta puede ir acumulando progresividad empírica (experimentos que sostienen su validez) o caer en desuso, conforme la evidencia creciente demuestra su falibilidad. Aún más lejos llegó Thomas Kuhn, a partir de la publicación en 1962 de La estructura de las revoluciones científicas, al afirmar que lejos de ese proceso dialógico, abierto y ordenado que muchas veces se le atribuye al mundo científico, el progreso en este campo se asemejaba a revoluciones en las cuales la acumulación de evidencia en contrario llevaba, más por presión general que por animada aceptación, a la ruptura de los paradigmas imperantes y al surgimiento de otros nuevos. Y si quisiéramos ir más lejos, podríamos incluso traer al presente a Paul Feyerabend, quizá el más destacado de los discípulos de Karl Popper, que se animó a desafiar la coherencia de un único método científico, llegando a postular un anarquismo metodológico, que generó profundos debates que se sostienen hasta hoy día.

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Desde ya que todo esto no suele estar en las conversaciones cotidianas de la ciudadanía. Y quizá sea justamente por ello, que la enorme expectativa que suele pesar sobre la certeza científica, haya sufrido un vasto golpe de realidad en este último año y medio, desde la declaración de la pandemia.

A partir de entonces, y como no podía ser de otro modo frente a una enfermedad desconocida, el mundo orientó su atención a los dos fenómenos modernos que se erigen como principales antídotos contra ese factor, percibido generalmente como un mal perverso, que es la incertidumbre: la ciencia y los estados. Sin embargo, desde principios de 2020, ambos han mostrado su verdadera naturaleza falible. La atención sobre la primera, ha permitido a millones en el mundo observar que los científicos avanzan a tientas sobre lo desconocido, que no tienen siempre certezas para compartir y que su progreso está signado, inevitablemente, por debates, aciertos, refutaciones, groseros yerros, y todo ese heroísmo y miseria del que es capaz cualquier tipo de organización humana.

Del mismo modo, los estados han demostrado que, aun considerando los diferentes resultados obtenidos en cada país, también son presa de esa incertidumbre que siempre impera, aunque por momentos la hagamos retroceder tácticamente. Sin embargo, el verdadero problema surge cuando la inmediatez propia de la política y sus intereses, colisiona de lleno con el habitual proceso científico y, sobre todo, cuanto esto ocurre frente a la mirada desesperada de estos cientos de millones de personas hambrientas de decisiones y certezas. De este modo, la multiplicidad de papers científicos, con datos parciales y teorías en proceso de construcción, se vuelven armamento pesado que los políticos utilizan irresponsablemente para denostar a sus contrincantes y justificar sus propias decisiones de administración. El gran costo de este culebrón de dimes y diretes con visos de cientificidad, es la potencial pérdida del prestigio que la ciencia ha ido adquiriendo en el tiempo.

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Así las cosas, por delante no debiera sorprender si muchos en el mundo comienzan a dudar de que la ciencia pueda satisfacer, como alguna vez lo hicieron los dogmas de fe, nuestra necesidad tan humana de certidumbre, lo cual puede tener, entre otras, dos consecuencias opuestas: una sana, en que el aprendizaje con respecto al verdadero proceso de conocimiento científico nos invite no solo a tolerar el constante desafío de lo incierto sino también a un sano ejercicio de la prudencia, aquella virtud política prodigada por la gran mayoría de los pensadores clásicos; y una sombría, en la que millones se vuelquen a alguna variante de pensamiento mágico, propiciando dogmas y mesianismos, como ha ocurrido en el pasado, más de una vez.